lunes, 29 de octubre de 2007

GO

El rival devoraba con la mirada el tablero. La mano de éste reposaba sobre el mentón y sus ojos buscaban el lugar, el punto preciso para sobrevivir en la batalla. Observaba con tristeza la armónica figura de la piedras blancas: juntas, fuertes, estoicas, hermosas. El rival, finalmente, alzó la piedra negra entre su dedos (creyó encontar el punto preciso) y la acentó sobre la cuadrícula. Del otro lado, el maestro, que se había estado balanceando suavemente, se detuvo para mirar por última vez el tablero; respiró hondo e intordujo su mano en el tazón para extraer dos piedras blancas. Y con resignación, de esas que uno siente cuando deja a su hijo en la esuela el primer día, colocó las piedras en el filo del tablero. Después de unos segundos, se levantó en profundo silencio, agradeció el juego y se marchó aliviado con todas las miradas en su espalda.