miércoles, 28 de marzo de 2007

Cuenta cuentos. La casa de Asterión (el borrador)

El minotauro, ensimismado, contenía el aliento y dejaba caer una lágrima a cada grito de Teseo. Su falta de hambre había salvado al muchacho, y ahora el muchacho lo podía salvar a él.

Asterión dejó de ver al horizonte y levantó la espada. Se dirigió al afortunado hombre y arrojó el arma a unos pasos de Teseo. El minotauro lo liberó de las cadenas y le dio la espalda a su pasado, para mirar, en algún lugar desprovisto de paredes, la inmortalidad.

miércoles, 7 de marzo de 2007

SÓLO ALBOS. De esas noches....

Es difícil definir el olor a fútbol. Quizá porque, pragmáticamente, no es un olor. O mejor dicho, no es sólo un olor. Es por eso que muchos no entenderán cuando digo que al ir a la cancha de la U, un par de minutos antes de parquear el auto, ya se huele a fútbol. Y es que ir a la cancha es un ritual de los más necesitados por todos (los futboleros claro está). Por tanto, cuando digo que huele a fútbol, me refiero a la narración de las particularidades y razones de ese ritual, que las vas descubriendo a medida que te acercas al estadio.

Minutos antes de parquear, cuando tomas la curva en la Diego de Vásquez, casi sin querer, el enorme marcador electrónico del estadio de Ponciano aparece deslumbrante, y el sello de la U en la pantalla golpea tu vista, como sacándote del ensimismamiento, para volver al eje, para anunciarte que estás cerca de entrar. Allí, en ese primer momento, se huele a fútbol. Y aquella sensación es acompañada por algo indispensable para que el ritual vaya tomando forma: la ansiedad y los nervios. Más aún cuando el rival es Colo-Colo. Es por eso que bajas del auto con apuro, casi sin preguntar el precio por la cuidada del carro. Agarras bien tu entrada, te acomodas la chompa, ves al cielo, no lloverá, caminas, esperas, tomas un bocado profundo de aire... y el ¡Vamo Liga, carajo! es acompañado por un sonoro aplauso.

La caminata a la entrada del estadio continúa. Vuelves hacia la Diego de Vásquez para cruzar la calle acompañado de cientos de personas que, desde distintas vertientes de la zona, desembocan todos en esta avenida. Las camisetas blancas se aglomeran, forman un mancha enorme que se mueve a un mismo ritmo, bajo una misma ilusión; y en el descenso hacia a la general norte el ritual toma color y armonía. Los bombos suenan, los barras bravas toman la batuta de los cantos y todos, contagiandos por el ritmo y con la necesidad de librarse de la ansiedad y los nervios, cantan: ¡Dale oh, dale oh, dale oh , dale oh! ¡Albo vos sos la alegría, sos lo más grande que hay en mi vida! ¡Dale oh... Y todos siguen caminando.

La fila para entrar es enorme. Sin embargo, se mueve; y la espera se acorta con una radio en la mano (dale oh, dale oh) y una fugaz conversación con el hincha, compañero implícito, de atrás. Todos pronostican un resultado y, obviamente, en ninguna de las premoniciones, Liga pierde. Es más, en la mayoría, golea. Será siempre una incógnita saber cómo razona el aficionado, (dale oh, dale oh) cómo hace para argumentar, y convence a todos, de que su equipo golea siempre. Y en ninguna de sus explicaciones las razones son lógicas. Seguramente a quien convence, intento explicarme, es a otro hincha, que tampoco busca encontrar lógica en una conversación de fútbol. (dale oh, dale oh)

Todos han ingresado al estadio y la Liga ya está en la cancha; los chilenos también. Ya acomodados en las gradas, los nervios aumentan. De esta manera, el ritual termina para dar paso a otro ritual aún más complicado de narrar, pero donde el olor a fútbol es aún más evidente.