lunes, 23 de abril de 2007

El rol del periodista a propósito de "Tinta roja"

Este fue un trabajo hecho para la Universidad. Sin embargo, lo publico porque me identifico con él. De alguna manera, aquí intento responderme a las preguntas que tienen que ver con la profesión que estudio. De alguna manera, intento tranquilizar mi futuro (jeje).

Tinta Roja es un documento testificante de la batalla entre lo pragmático y lo académico. Dispone sobre la mesa los elementos suficientes para discernir entre las exigencias del trabajo y la moral y ética de las aulas de clases. Por momentos, cuesta ser periodista. Esa parece ser la consigna de una película que, en su conclusión, casi como un contrasentido, deja más dudas que certezas. Dudas, claro está, que deberán ser asumidas y reflexionadas por el espectador. Dudas, por otra parte, que guiarán esta pequeña reflexión.

Es difícil asumir que el papel de los protagonistas del film sea el estereotipo de los periodistas: primero, el que lleva años en la profesión y conoce más por la experiencia que por los libros; segundo, un muchacho lleno de vértigo y expectativas, propio de un estudiante, que piensa que la teoría debe guiar la práctica de su profesión. ¿Hasta que punto, entonces, sirve el sacrificio académico? ¿Es realmente el periodismo como la prostitución? ¿Se lo aprende en las calles? ¿Se busca informar o entretener o vender? ¿Es el periodismo la búsqueda de la verdad? ¿Estamos concientes, los que pretendemos trabajar en la profesión, del poder de los medios de comunicación? Se suma, de manera casi inmediata, a esta fila de interrogantes, una más: quizá la más complicada de responder, pero al mismo tiempo la más necesaria de esclarecer. ¿Qué es la ética periodística? De lejos, da la sensación que esta pregunta se matiza entre un conflicto moral, propio del debate del bien y el mal aristotélico, y la necesidad de cumplir un trabajo que muchas veces significa una forma de supervivencia.

Los medios de comunicación se han convertido, y esto ya es una obviedad, en una institución de poder no reconocida. Los medios saben que la exposición de los hechos a través de su canales son la única garantía de que los acontecimientos, a los ojos de toda la comunidad, existan. Tal barbarie, hace de los medios una especie de gran juez. Y, como un juez, el medio trata de mantener la objetividad frente a los sucesos. Sin embargo, cómo hacer para que un medio, hecho de personas, pierda la subjetividad. Los lineamientos periodísticos de un medio varían, justamente, porque están conformados por personas con ideales y principios distintos: algunos con intenciones más comerciales que otros, pero todos, sin exclusión, con la convicción de que esto es un negocio. De no ser así, todos los medios masivos de comunicación tendrían la misma tendencia y objetivos.

No es necesario investigar mucho para determinar que quien maneja las ideas de una sociedad controla el destino de la misma. La influencia ideológica de la masa ciudadana es un arma medible únicamente al calor de los hechos: se percibe poco su poder hasta que sus objetivos son logrados (pregúntese esto a presidentes derrocados). ¿Cómo, entonces, toda una masa ciudadana se moviliza bajo los mismos principios e ideales? Necesitan un canalizador que sintonice y agrupe las ideas: el trabajo idóneo de un medio de comunicación. Este planteamiento, alguna vez sugerido por Mateo Requesens[1], propone entonces que los medios de comunicación son quienes, en resumen, dirigen los destinos de una masa ciudadana. A priori, esta idea podría sonar exagerada. Sin embargo, de seguir con el lineamiento de Requesens, podemos preguntarnos en qué medida, periódicos como “El Clamor”, son un reflejo de las sociedades latinoamericanas. ¿La manera de hacer periodismo en nuestros países es análoga a nuestra cultura? Si aceptamos esto, entonces se admite que le medio de comunicación es un hacedor de culturas.

El papel de los medios es, pues, el de guiar, informar, y sí, también vender. Objetivos que entran en categorías distintas pero que a la vez son indispensables para que un periódico, un canal de televisión, una radio o una página de internet sobrevivan en estos tiempos modernos. Los medios de comunicación deben exponer los hechos, a riesgo de que la comunidad asuma que lo no expuesto no existe. En resumen, y de manera pragmática, ese es el papel de los medios de comunicación.

La controversia surge en el cómo desempeñar ese papel. Porque al hacerlo de maneras no convenientes, el medio puede asumir otro rol que no es propio de él: el ser un juzgador de los hechos. El cómo, entonces, es una manera de determinar la ética del periodismo. No obstante, tal menester implica, a grandes rasgos, que todos quienes estén involucrados en la profesión coincidan en una única manera de comportamiento del periodista y del medio en sí. Está claro que esto no sucede ni sucederá. ¿Cuál es la ética, entonces? ¿Es una sola o se admiten varios cómos, varias maneras de hacer periodismo?

Por el momento, y con la necesidad de encontrar una respuesta para la tranquilidad de quien escribe esta reflexión, podemos decir que la ética periodística es estar, precisamente, conciente de lo difícil que es definirla. Estar conciente, además, de todo lo expuesto antes: del poder de los medios de comunicación, de su papel masificador, de cómo es visto por la comunidad, de su importancia como decidor de los hechos importantes y poco importantes. La ética consiste en dar cuenta de esto cuando se ejerce la profesión.

Seguramente el debate será aún eterno. No obstante, ser periodista significa ver el problema desde adentro. Significa tener en sus manos un poder inimaginable para que las masas ciudadanas convivan de mejor manera en una sociedad que ve, inconcientemente, en los medios, un instrumento modelador de sus ideales.
El rol y ética del periodismo está, seguimos buscando la respuesta, en saber usar ese poder. Está en asumir esa responsabilidad. Está, de alguna manera, en saber gobernar ese poder que todos los medios lo tienen, pero que muchas veces pretenden ignorarlo.

[1] Catedrático y periodista español. Director de “Mundo Digital” periódico web.

¿Por qué el fútbol?

Esta opinión la armamos junto con mi hermano; y surge gracias a las entrevistas realizadas a Nelson Reascos (decano de la Facultad de Sociología) y Alfonso Laso (periodista deportivo).
El fútbol sólo se puede comprender desde la base misma de lo social y lo cotidiano; su aprehensión supera las propias barreras del deporte y se extiende hasta ámbitos inimaginables. Es un juego para el mendigo y el empresario, para el africano y el albino, es un juego sin dueños pero de todos.

Hace aproximadamente cuarenta años, el deporte, y específicamente el fútbol, se constituyó en uno de los aspectos identitarios de nuestra nacionalidad. No obstante, no fue hasta hace ocho años que el fútbol se convirtió en ese referente (aunque efímero, referente al fin) que nos pavimenta un camino hacia una autoestima menos abatida. Existen logros en el mundo técnico y académico que también forman parte de este pelotón que estimulan la autoestima nacional. Sin embargo, el deporte es lo más vitrinal, y por ende, lo más manejado por los medios; tanto así, que incluso ha logrado una revalorización étnica. Posiblemente el deporte sea una de las pocas actividades donde podemos encontrar un estereotipo que se acerca, de manera más fidedigna, al ecuatoriano. Agustín Delgado, Martha Tenorio, Jefferson Pérez, son hombres y mujeres que se asemejan más al ciudadano ecuatoriano común.

Inmersos en la seriedad y hermetismo académico, muchos cuestionarán la validez del fútbol como un tema de discusión nacional. Aún manteniendo este criterio, tenemos que coincidir en que el fútbol es el asunto más serio dentro de lo poco serio; y es que cómo explicar que un juego, algo tan sencillo como eso, ocupe un lugar tan significativo en la sociedad ecuatoriana y mundial.
El papel del fútbol en una comunidad como la nuestra, va más allá de dos horas de catarsis espiritual donde un individuo puede descargar todo el estrés de una semana laboral. El deporte es una de las actividades que nos brindan la posibilidad de sentirnos un poco más humanos, con pasiones y arrebatos, de volver, de cierta forma, a sentirnos niños. De ahí que la actividad futbolera y todo lo que conlleva, no resulte intrascendente. Esto explica que artistas de la magnitud de Galeano, Onetti, Fontanarrosa, entre otros, hayan puesto sus ojos en el fútbol. Es una arte efímero, desenfadado.

Si bien el fútbol ha ganado un gran espacio en nuestra sociedad y por ende en los medios de comunicación con la clasificación al mundial, todavía estamos lejos de ser un país futbolizado. El éxtasis del balompié no es duradero y se sabe que no incide determinantemente en la vida del aficionado. Se podría considerar, más bien, que somos una sociedad novelizada: con novelas en todos los canales y con la tranquilidad de su rentabilidad, en proporción se ve más novelas que partidos de fútbol.
Más allá de esto, este deporte no deja de ser una industria capaz de mover a 3 800 millones de personas (espectadores de la final de la copa del mundo en el 2002). Ha permitido, además, que se le unan otras corrientes sociales para que, aprovechando el éxito deportivo, crezcan y lucren al mismo tiempo. Las empresas publicitarias han sabido tomar ventaja de la fiebre mundialista para crear un público propenso para el consumo de todo tipo de producto referente al fútbol. Sin embargo, con el apoyo de estas mismas empresas, organizaciones caritativas y dirigidas por los propios futbolistas, pueden contar con los recursos que ellos necesitan para hacer su trabajo, básicamente social. En este sentido y bajo esta consideración, el fútbol ha logrado que varios organizaciones se involucren en menesteres de ayuda social y apoyo logístico para los sectores marginados. Fenómeno que ningún otro actante social ha conseguido.

Después de todo, la conquista futbolera en una sociedad con tantas carencias, ha permitido al ecuatoriano creer que los más altos objetivos son posibles.

jueves, 5 de abril de 2007

Cuenta Cuentos. HISTORIAS DE JULIO EGUIGUREM

No crecí queriendo ser como mis padres, sino como don Julio Eguigurem. Es por eso que entré en la política por la puerta de atrás. Sin apadrinamientos, casi de casualidad. Repitiéndome y repitiendo a todos lo mismo: “La política es un fiasco. Al igual que la democracia. ¿Realmente creen que estos sinvergüenzas hacen algo por la nación?”. Lo decía sin reparo de mis padres, convencido de que aquella frase me acompañaría a lo largo de mi vida. Hoy, sin embargo, creo que lo decía por temor a involucrarme en la lista de mis viejos y decepcionarlos. En realidad, por temor es que funcionaba el partido, o la política en general. Recuerdo que toda la ciudad temía al Partido Revolucionario de Reivindicación Ítaloamericana, el PRRI.

Las elecciones del 74´ fueron decisivas para el PRRI, y, además, marcaron mi futuro. Tenía 26 años y había sido confidente de las reuniones, supongo que de altísima relevancia algunas, entre mi padre, los banqueros, ministros y don Julio Eguigurem, el asistente de mi padre. Don Julio siempre lo acompañaba. No salía en la TV o en los diarios, sin embargo siempre estaba ahí, cargando las carpetas y contestando las llamadas. El día de cierre de campaña (mi padre aspiraba a la presidencia) la excitación y el estrés no cabían en la oficina. Don Julio, como poca veces, fruncía el ceño recorriendo los pasillos, ocultaba sus manos, se impacientaba. Asumí que su intranquilidad se debía al retraso de mi padre a la rueda de prensa planificada en la planta baja. El retraso era de casi una hora y mi viejo no salía de su despacho. Al irlo a buscar lo encontraron sentado en el sillón con una herida de bala en su cabeza. Ese año, Don Julio remplazó a mi padre y al año siguiente, gracias a un golpe de estado político auspiciado por el PRRI, Don Julio Eguigurem asumió la presidencia.

Hoy, su asistente soy yo. Y el cierre de una nueva campaña se anuncia con una rueda de prensa que lleva varios minutos de retraso.